El amor es un sentimiento que el sujeto experimenta desde los primeros momentos de su vida. En las relaciones afectivas iniciales del niño ya aparece el amor.
Al principio podemos pensar que comienza por identificación. Sigmund Freud la define como la más temprana ligazón afectiva. Desde ese preciso instante, la imagen del otro empieza a resultarle atractiva y a despertar todo su interés. Se trata de un interés de tipo narcisista, ya que copia rasgos o características del otro y las incorpora, las toma como propias y se apodera de ellas.
El término Narcisismo Freud lo toma de Nacke quien lo emplea para dar cuenta de personas que sienten amor a sí mismas. Él lo utiliza en su artículo pero aclara, que una dosis de narcisismo es necesaria para el sujeto, pero que un exceso del mismo, lo conduce a enfermar.
El niño durante su infancia se apodera de rasgos y características, tanto de las personas que lo cuidan, como del medio en el que se desarrolla. De este modo constituye su yo en relación al otro y se forman sus gustos. Este Otro lo nombra, lo mira, lo acaricia, le posibilita iniciar un camino que lo oriente, nutriéndose de manera narcisista de aquellas propiedades de los objetos necesarias para su formación.
Desde allí, el sujeto en su actividad de descubrimiento del mundo, comienza a desarrollar su deseo, que también se encuentra en vinculado al Otro.
Las primeras relaciones amorosas son fundantes y dejan marcas en el psiquismo. Por eso decimos que cuando uno ama, lo hace siguiendo la forma en que se sintió amado o recibió el amor. Es importante destacar este punto, ya que como planteamos al inicio, en el amor la identificación juega un papel muy destacado.
Uno ama, de acuerdo a como fue amado, pero cabe resaltar que no tiene por qué ser necesariamente igual. Puede tener las mismas condiciones o bien, otras totalmente diferentes, que para el caso es lo mismo. Que la relación tenga las mismas características, o se trate de algo diametralmente opuesto, es efecto de la identificación, que en ambos casos, se pone de manifiesto.
Tanto la elección de pareja, como la forma de vincularse con su objeto de amor, se encuentran siempre ligadas a las vivencias tempranas, en las que sale a la luz el narcisismo, ya que cuando uno elige, lo hace de acuerdo a sus gustos y siguiendo los modelos de amor que experimento con sus afectos primarios.
Miller en “Lógicas de la vida amorosa” nos dice que el modo de amor freudiano, el amor del complejo de Edipo, es repetición.
Cuando amamos, repetimos. Buscamos un objeto de amor, lo encontramos, pero en realidad lo reencontramos, ya que ese objeto tiene características particulares, propias de otros amores del sujeto.
Se trata de un objeto sustituto que viene a suplir a otro que está perdido o con el que no fue posible avanzar por las barreras de la prohibición del incesto que impone la ley paterna, tal como ocurre con el amor que se produce durante la infancia en el transcurso del complejo de Edipo.
Habitualmente utilizo una frase en mis clases, uno no se enamora de lo que más le conviene. Dado a que si alguien reúne todas las características que uno suele requerir no hay sorpresa, no hay nada que suponer, entonces pierde justamente, ese supuesto encanto y las posibilidades de seguir siendo atractivo.
El problema consiste, en que el amor no es fácil, porque no es lo que más nos conviene y lejos de la idealización que se suele tener, es un desencuentro. Dado que uno cree que el otro es lo que nosotros pensamos que es, y la mayor parte de las veces no hay coincidencia.
Uno cree, y cree ver porque mira con ojos enamorados y como bien suele decirse popularmente “el amor es ciego.”
El amor desde un principio nos introduce en el campo de la falta, nos enamoramos porque suponemos que el otro cuenta con un recurso que nosotros no tenemos, que nos va a ayudar a superar nuestras dificultades, que cubrirá nuestras carencias, pero eso no es el amor.
Los amores no son compensatorios, no llegan para completarnos.
El amor es una manera de intentar contornear ese vacío, que siempre será vació, y que nos confrontara no solo a nuestra falta sino también a lo insoportable de la falta en el otro.
El desafío es justamente, hacer algo en ese recorrido en torno al vacío, intentando sortear el malestar y construyendo relaciones posibles, no idealizadas, que se puedan sostener.