Los quitapenas en la época de la satisfacción inmediata

Freud sostiene en El malestar en la cultura (1930) que tal como nos ha sido impuesta la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones y empresas imposibles. Agrega que para poder soportarla no podemos evitar algún medio que nos permita mitigar esos padecimientos morales o físicos, y detalla tres tipos: las distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeña nuestra miseria, las satisfacciones sustitutivas que la reducen, y los narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Freud se pregunta ¿qué esperan los hombres de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Aspiran a ser felices, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esto implica por un lado evitar el dolor y el displacer, y por otro experimentar intensas sensaciones placenteras. También agrega que el sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia, el mundo exterior capaz de encarnizarse con nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables, y desde las relaciones con otros seres humanos. Más adelante sostiene que la intoxicación proporciona sensaciones placenteras, modificando las condiciones de nuestra sensibilidad. No sólo se les debe el placer inmediato, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los hombres –dice Freud– saben que por estos quitapenas, siempre podrán escapar del peso de la realidad.

Si Freud (1930) nos hablaba hace más 80 años de las drogas y el alcohol en términos de “quitapenas”, cabe preguntarnos hoy si una nueva lectura de la modernidad puede agregarnos algo más allá de aquellas penas que describe, y qué entendemos hoy como aspiraciones de felicidad de los hombres, leída esta felicidad como contracara del infortunio.

Lacan (1975) se refería al consumo de sustancias tóxicas como una manera de sortear la barrera fálica y de romper con el significante fálico para encontrar un goce infinito. Miller (2005), en El otro que no existe y sus comité de ética, lo dice de este modo: “(…) romper con el significante para apoyarse en los límites rechazados del goce del cuerpo”. Allí señala también a Freud, alrededor del texto “Dostoievski y el parricidio” (1928), diciendo que esta búsqueda de goce lo lleva a una ganancia de placer inmediata, una supuesta cuota de independencia anhelada en relación al mundo exterior.

Gilles Lipovetsky (2007), en su libro La felicidad paradójica, hace un estudio pormenorizado de la felicidad en la época que nos toca vivir. Señala: “Ha nacido una nueva modernidad: coincide con la civilización del deseo” que se construyó durante la segunda mitad del siglo XX. El autor en este ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo nos muestra las últimas orientaciones del capitalismo que ha tenido como vector la estimulación perpetua de la demanda, comercializando y multiplicando infinitamente las necesidades.

Dice Lipovetsky (2007) que en unos pocos decenios la sociedad “opulenta” ha cambiado los estilos de vida, creando un nuevo orden de objetivos y una nueva forma de relacionarse con el tiempo, con uno mismo y con el Otro.

La vida en presente, el “vivo el hoy”, y el hedonismo son las princesas de esta nueva Corte. El hiperconsumidor ya no está deseoso del bienestar material sino que además demanda el confort psíquico, pide o consume armonía interior, y de allí el inextinguible mercado de nuevas espiritualidades, de guías de felicidad. La época se ha vuelto propicia para que te enseñen de todo.

El cuerpo es justamente otra esfera fundamental de este universo competitivo hipermoderno. Las competencias deportivas están permanentemente estimuladas desde los medios y esto lleva aparejado lo que Lipovetsky (2007) llama “sociedad de dopaje”, en la que el deporte vine a ser “la optimización por excelencia de los resultados”. Desde el sobreentrenamiento hasta la medicalización de todo el proceso lleva a estos supuestos deportistas a ensayar proezas increíbles que, una vez finalizadas, los subsume en una soledad que termina en pena y por ende con trastornos alimentarios, adicciones y toxicomanía.

Lipovetsky (2007) denomina a este objetivo “embriaguez estética”, que sería algo así como la movilización de máximas fuerzas y el dominio perfecto, y toda perfección cualquiera sea el costo despierta la felicidad afrodisíaca.

En línea con esta concepción de una hipermodernidad que somete al individuo a un universo sumamente competitivo, recientemente Jorge Alemán en un artículo publicado en Página 12 (2013)escribió:

El sujeto neoliberal se homogeiniza (…) entregado al máximo rendimiento y competencia, como un empresario de sí mismo. A diferencia de los cuidados de sí clásicos (…) que apuntaban a protegerse de los excesos, (…) a buscar la mejor adaptación o alienación soportable, el sujeto neoliberal vive permanentemente en relación con lo que lo excede, el rendimiento y la competencia ilimitada.

En su libro Futuro, Marc Augé (2012) dice algo concordante en relación a lo desarrollado anteriormente. Define al futuro diciendo que es la vida que está siendo vivida de manera individual. El porvenir, en cambio, aún concerniendo al individuo tiene siempre  –dice– una dimensión social: depende de los otros.

Y este es el tema, el Otro. Sin lugar a dudas, tanto Freud como Lacan se han dedicado extensamente a hablar del Otro.  Respecto a este tema, voy a referirme al prójimo en particular.

En el libro El prójimo, Zizek (2010), trabaja excepcionalmente este concepto. Ha sido ya de mi interés el tema en Freud, el cual ha sido abordado en la primera parte de esta tesis, donde destaco tal como lo hace Freud en El proyecto (1895) la decisiva incidencia del semejante, del prójimo, en la constitución y progresiva complejización de la subjetividad, situando la importancia del núcleo irreductible a toda representación en el Otro, siendo eso lo que constituye el contenido del inconsciente. Este Ding, cosa, del complejo del semejante es lo intolerable del prójimo. Esto irreductible a la simbolización Freud lo nombra de distintas maneras, lo traumático, lo no comprendido, la cosa o el núcleo del complejo del semejante. De aquí parten todos los efectos de repetición siendo solidario con el lema de que la repetición es precisamente la ley fundamental que rige las operaciones de el inconsciente.

Zizek (2010) habla de esto en términos de “la impenetrabilidad del Otro y mi propia impenetrabilidad” ya que mi ser –dice– “se funda en la exposición primordial al Otro”.

El “primer gesto ético” relata el autor es “abandonar la posición de subjetividad absoluta autopostulada y reconocer la propia exposición y el ser abrumado por el Otro (la Otredad) que lejos de limitar nuestra humanidad, es en si misma, su condición positiva”.

Este mutuo reconocimiento de limitación abre por ende un espacio de sociabilidad (2010: 186,187).

Cuando decimos con Lacan (1975) que el toxicómano tiene un cortocircuito con el Otro, nos referimos a este aspecto, a evitar del Otro, esto que incomoda y que nos lleva a la dimensión de evitar la intersubjetividad.

Miller (1993) en “Para una investigación sobre el goce autoerótico” justamente ubica la satisfacción en la toxicomanía  diciendo que “con la droga se trata de un goce que no pasa por el Otro”, eso implica, en fila con lo que vengo planteando, no pasar por el encuentro con el cuerpo del otro sexo, con el semejante y eso conlleva la diferencia, que es traumática y necesaria por otro lado a la subjetividad. A este goce Miller lo llama goce cínico; Freud lo denominó autoerótico; Zizek, goce del individuo; y siguiendo a Lipovetsky le podríamos poner el nombre de goce hedonista.

Zizek (2010) refiriéndose a Lacan en este libro, dice que para que la Cosa sea mínimamente soportable tiene que intervenir el “orden simbólico como tercero”, la “morigeración del Otro-Cosa”. Si no hay prójimo con quien el sujeto pueda relacionarse, como “socio humano”, el orden simbólico se transforma en “cosa monstruosa”.

También propone revalorizar la noción de exceso en relación al ciudadano paradigmático de la civilización occidental contemporánea, que al mismo tiempo que busca vivir una vida intensa, no desprovista de posibles excesos, termina preocupado por evitar la perturbación de la búsqueda de una felicidad sin tensiones, ya que éstas son vividas como una amenaza a su frágil equilibrio. A raíz de ello surgen “los quitapenas” de esta época.

A todo esto Lipovetsky (2007) le da el nombre de “ideología de la salud y prevención de riesgos”. Con dieta sana, conservación sanitaria, detección precoz de las enfermedades, chequeos, supresión del tabaco, terapias alternativas, etc. hace que el hombre sea llevado por una pasión distinta en la que no se trata de alimentar el espíritu sino del mantenimiento del Uno mismo.

Recordando a Freud en El porvenir de una ilusión (1927) vemos cómo advierte a los seres humanos que “viven su presente con ingenuidad y que a raíz de ello no aprecian sus contenidos, sobre la importancia de tomar distancia respecto del presente, es decir que el presente devenga en pasado para que puedan obtenerse puntos de apoyo que sustenten los juicios sobre las cosas venideras”.

Toda esta nueva religión de lo natural se contradice en apariencia con el excesivo consumo de todo, entre otras cosas, de psicotrópicos, ya que el individuo busca el bienestar inmediato y no tolera el malestar en todas sus formas. Justamente los psicotrópicos funcionan para ampliar este bienestar y para continuar sosteniendo este ideal de confort, por lo tanto podemos decir que se ha narcotizado la existencia. Esto está íntimamente relacionado con la preponderancia del Uno mismo sobre lo social. Todo se ha fragilizado en los vínculos en general.

Mauricio Tarrab (2008), en su artículo titulado “La fuga del sentido y la práctica analítica”, escribe que “hay que reconstruir al Otro, justamente donde la época pone un objeto, allí hay que hacer existir al inconsciente, de inventarlo a contracorriente de lo contemporáneo y del consumo que lo rechaza”.

A la luz de lo expuesto podemos concluir diciendo que la época consume hasta el inconsciente, en el sentido que rechaza su contenido, la cosa, eso irreductible del Otro, el prójimo. Se ha fetichizado la existencia.